viernes, 5 de marzo de 2010

El Pueblo.

El pueblo es Tlacochahuaya, un pequeño municipio, actualmente con alrededor de tres mil habitantes, en el valle de Tlacolula, a unos diecisiete kilómetros de Oaxaca capital. La región es árida, sólo las lluvias de verano traen un poco de reverdecimiento, llena de pastos secos que le dan un entristecedor color café a la llanura; no abundan los árboles, únicamente algunos mezquites aquí y allá, algunos pirules y bosquecillos de carrizos alrededor de los arroyitos normalmente secos. El sol azota la región entera sin tregua; para mí siempre fue un tormento aquel sol que lacera la piel, que hace brillar las cosas cuando reflejan sus rayos hasta deslumbrarnos, que obliga a hacer muecas para proteger la vista. El llamado valle es más bien pequeño, rodeado de montañas en el norte y de cerros por el sur con algunas lomas rocosas salpicándolo; siempre me fascinaron estas lomas, con formas raras apareciendo de la nada y sin continuidad; en la falda de una de estas lomas pedregosas se asienta el Tlacochahuaya. En el pueblo, las calles son estrechas, con pavimento sólo las principales, casi sin árboles, con las casas invadiendo las banquetas. En la plaza principal de un lado está el ayuntamiento y en el opuesto la iglesia, cruzando la calle, frente a la iglesia hay una placita con un kiosco rodeado de jardines; en el atrio de la iglesia, circundado por un muro antiguo, se nota en las huellas que el tiempo ha dejado en la piedra, hay dos laureles enormes que dan una sombra fresquísima, en la que se suele descansar un momento del tormentoso sol; dentro del templo es maravilloso, contrastando con la fachada modesta, con pinturas hermosas de los más dolorosos martirios, Cristos conmovedores, con sangre saliendo de las heridas infligidas en la carne que se pega a sus huesos, Marías llenas de belleza y compasión, frailes dominicos, creo, observando a los visitantes de su templo, y en el retablo principal San Jerónimo con una calavera y un león. Hay un olor fuerte en todo el pueblo, que creo tiene origen en los animales del campo y sus excrementos; al principio es desagradable pero yo he llegado a aspirarlo y sentir un placer que debe ser psicológico. Casi no se oyen ruidos aparte de los autos, pero a veces escuchas los éxitos de la música popular desbordándose desde las casas vecinas, o en la seca primavera a las chicharras gimiendo. Si tienes suerte encontrarás una procesión organizada por cualquier motivo de celebración, incluso un fallecimiento; adelante van los músicos de la banda, acompañados en ocasiones, dependiendo del tipo de fiesta, de marmotas y monos de calenda, los siguen los festejados ya sean los novios, ora los que llevan el ataúd y el muerto, ora la quinceañera, ora el santo celebrado, acompañados por los padrinos, los familiares más cercanos, los rezadores, el ahuehuete. Después viene el resto de la familia, los amigos, los dolientes o el pueblo. Al final viene el cohetero con un cigarro en la mano y lanzando petardos al cielo cada tanto. La casa de mi familia es la Yubb Bzuú o Casa de Adobe, que conserva una parte de lo que fue una casa, de una sola pieza, estilo colonial de puertas altas rectangulares, con techos altos y gruesos muros de adobe que la conservan fresca en el día y cálida por las noches, más la parte que mi familia ha construido a lo largo de los años. En la pieza principal esta el santo de la familia: el Señor de las Transfiguraciones, un Jesús crucificado con una corona real y un faldón púrpura; recuerdo un santo bellísimo pero con las restauraciones que le han hecho lo han perjudicado, sino arruinado totalmente.

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