lunes, 21 de diciembre de 2009

Déjame
Que parta y que me parta
Que se quiebre la fe y la esperanza
Y las retorcidas mentes tienen razón
Porque no hay nada que rescatar
Sólo caída eterna hacia lo más profundo
Dios está lejos
No queda nada a lo que aferrarse
Esto es caída libre
Déjame
Deja que caiga
Golpearé cada resquicio hiriente
Esto será un ojo ennegrecido
Nada fue cierto
Porque nada lo es
No entenderás
Le he dado setenta vueltas desde el final al principio
Y sigue tan metido en su caparazón aún
Si necesitabas más
Perdón
Verás
Fue propuesto como cuadro realista
Pero es cierto que señalé hacia donde quise
Chico, mira la cara pintada de añil
Tiene los ojos en blanco porque desea un abrazo
Adormécete, deja de llorar
Puedo contar cada una hasta mil
Habrá con que conservar la carne
Chico, calla
Deja que crea todo esto
Será así
Fácil
Económico
Eficiente
Suelta la cuerda
No olvides que el nudo va alrededor de tu mano
Y la otra punta en el árbol
Ya
Basta
Es todo por hoy.

martes, 1 de diciembre de 2009

El desaparecido.

-No sé por dónde se fue. Salió todo borracho por ahí de la medianoche. Bien les dije a mis hermanos que no le dieran de tomar a ese hombre porque no sabe y luego bien borrachote se pone. Pues que no me hacen caso y desde que se sirvió la comida le andaban dando mezcal dizque para despanzonarse. Y ya luego cuando estábamos bailando, a cada rato le pasaban cervezas de a cuartito y el otro bien mareado. ¿Qué no ve que cuando la sacó a usted a bailar puro la pisaba? Yo me dí cuenta que hasta rojo estaba de la cara. Y cuando hicieron La Víbora de la Mar se cayó hasta donde estaba el padrino con su esposa. Yo, después de que se fue la banda, mejor me metí a dormir. Ya puro borracho quedaba en las mesas y yo no tenía pies pa’ ayudar a levantar botellas. Hice un huequito entre mi hermana que estaba con sus chamacos a los pies del Santo y ahí me metí con los míos. Pues serían como a las doce cuando me dijo que quería dormir y que no encontraba donde acostarse. Yo lo mandé a la chingada. Le dije que arriba de la mesa y que se tapara con un mantel o que se metiera al chiquero con los cuches. Pero como al cuarto de hora me arrepentí y me paré para ver donde se dormía. Pero ya no lo encontré. Dicen que se salió a mear porque el baño estaba ocupado y ya no aguantaba las ganas. Y ahí lo fui a buscar, hasta el arroyo llegué buscándolo. Y nada. A esa hora me empezó a entrar la culpa. ¿Y si por mi culpa se fue? ¿Qué tal si de lo borracho se regresó a la casa? ¿O si se fue con otra? Porque ese hombre, mami, me da cada coraje. Pero ya me resigné a que no va a cambiar. Na’ más con que yo no me entere; que vaya a hacer sus cochinadas por donde se le ocurra y que me deje a mi con mis hijos y me de lo de la comida. Ya como a la hora fue que de verdad me preocupe y mejor desperté a Pepe y le dije que no volvía. Y pobre Pepe, se fue como a las dos de la mañana con tío Chico a buscarlo. Ya después se fueron Mateo con Elías y mi compadre Jacinto a ayudarlos, cuando se les bajó un poco la borrachera. Y yo con el corazón en las manos. Hasta me metí a rezarle al Santo un rato. Como a las cuatro de la madrugada regresaron. Pepe me dijo que me durmiera, que no lo habían encontrado pero que seguro en la mañana aparecía y que dejara de preocuparme. Pero, mami, ni pude dormir del pendiente. Ya ve usted al otro día que nada. No apareció ese hombre. Ni porque todo el pueblo se fue a buscarlo hasta donde empieza Güilá. ¡Ay mami! ¿Qué voy a hacer si no vuelve? ¿Cómo voy a criar a mis tres chamacos? De suerte que el grande ya me ayuda, pero con los otros dos ¿qué cosa voy a hacer? Si ni con la cosecha deja pa que comamos bien, menos si no hay nadie que vaya al campo. Y mi papá que tanto se enojó cuando me fui con Santiago, bien que sabía pues a donde me estaba metiendo. Desde allá arriba o donde esté, papi, haga usted por mí. No lo escuché cuando estaba usted vivo pero le prometo que muerto si le hago caso. Es que, mami, usted sabe que cuando una es chamaca no piensa uno y a lo zonzo hace uno las cosas. Y ese hombre no sé que me hizo, mami, que toda atolondrada me traía. Pero ya vio que bonito se portó conmigo antes de que nos casáramos. Y lo bonito que estuvo la fiesta. Bailé tanto. ¿Se acuerda usted que lloramos antes de salir de la casa? Y me dio a mis tres hijos, chulos mis hijos, los tres salieron buenos, hasta el más chico que salió en lo tremendo a su abuelo. Por eso me da miedo que esté con otra. Yo le dije que no importaba que anduviera con otra, pero que viviera conmigo. Que pasáramos juntos a dejar a mi hija o a recibir a las nueras. Que juntos los criáramos pues. Aunque ahora que me acuerdo, ¿usted cree que la semana pasada me dijo que sentía que lo seguían? Y creo que también alfo así me dijo antier. Es que andaba por el camino que viene de Teitipac, venía de dejarle la carreta a mi compadre Lauro, cuando dice que sintió que venía alguien atrás de él. Y que cada que se volteaba, segurito sentía que se escondían de él. Y dice que llegando a la mojonera se encontró a una mujer que estaba sentada bajo un pirul comiendo tortilla con sal y él que la saluda pero nada le respondió. ¿No se lo habrá llevado la bruja? Ya sabe usted que mucha envidia le tienen en su familia. Pendeja esa gente. Dicen que el tuvo la culpa de que se muriera mi suegra. Si él era un muchito cuando falleció doña Isidra ¿qué culpa va a tener? Mami, mejor voy a traer una veladora para el Santo, para que me lo cuide. ¿Usted también viene? Hay que rezar mucho.


-Vámonos pa’ la cocina, ahí le cuento todo. Siéntese usted, ya sirvo el chocolate. Pues dos semanas anduvo perdido Santiago porque se perdió el 6, el día de la fiesta y hoy estamos a 21. ‘Péreme, voy por el pan. Empecemos por el principio. Dice que lo que recuerda es que tenía muchas ganas de orinar y se salió a la calle pero todos los borrachotes estaban orinando ya en la pared de la casa y de pronto se pusieron a pelear, por eso mejor se fue caminando un poco más hacia el arroyo. Dice que mientras estaba orinando oyó como si alguien anduviera entre los arbustos y se imaginó que era otro meón. Pero el sonido se acercaba a él, como llegando por su espalda. Entonces se apuró y cuando terminó se volteó a ver que andaba por ahí. Entonces, como a unos diez metros, vio una mujer parada, dándole la espalda, traía un huipil blanco, como los de Yalalag pero con el pelo suelto que le llegaba a la cintura. La mujer le decía que la siguiera, que se sentía sola, que la acompañara un rato. Dice Santiago que su voz era muy triste, tanto que por poco se pone a llorar. Por hechizo se fue tras de ella. No podía pensar en nada más. Pero caminó como dos horas y nada que lograba alcanzarla, y la mujer seguía a la misma distancia de él. Y la mujer nunca volteaba, y pues ni hace falta decir que era una mujer muy guapa, pero Santiago no podía ver más que un poco de sus ojos. Sus pies estaban sucios del lodo del arroyo pero se notaba que estaban sangrando y a Santiago le dio mucha lástima y quería ayudarla. Siguió caminando tras de ella mucho tiempo, ni lo notó. Hasta que salió el sol como que despertó de la ensoñación y pensó en que había caminado toda la noche, que tenía los zapatos y los pantalones embarrados de tierra y pasto. La camisa dice que la traía llena de espinas y la cara llena de rasguños. En donde empieza un cerro que quien sabe como se llama la mujer por fin se paró. Y él quiso hablar pero donde que podía, y dice que la boca la tenía llena de baba blanca. Se acercó a ella lo más que pudo, con la mano le tocó el cabello y se lo acomodó del lado izquierdo. Entonces la mujer que se voltea y ahí se dio cuenta de que es lo que pasaba. Tenía una cara de caballo, con la boca abierta y los dientes juntitos, como si se estuviera riendo de él. Santiago se asustó muchísimo, pues cómo no. Sí mamá. En chinga que se echa a correr hacía donde dispuso Dios y corrió y corrió hasta que se le acabaron las piernas y entonces se desmayó. Cuando se despertó vio que a lo lejos se veían las luces de un pueblo y hasta allá caminó pero ya no alcanzó a llegar. Otra vez que se desmaya. Ya cuando despertó estaba en casa ajena pero mis hermanos ya lo habían encontrado. Dicen que un señor lo encontró tirado entre la milpa de su tierra y entonces se lo llevó a su casa porque bien vio que estaba enfermo ese hombre. Y cuando fueron a preguntar por un desaparecido pues se los mostró y así lo encontraron. Gracias a la virgen que Santiago tuvo la fortuna de que lo encontrara un alma noble, sino ¡imagínese! yo si pienso que eso fue cosa de brujería, que alguien con envidia le echó a la Matlacihua. Porque esa sólo sigue a los malos o cuando le prometen algo por andar asustando a los hombres y Santiago es un buen hombre. Voy a ir a Tlacolula a ver a una curandera para que le quite el susto y para que me diga si hay alguien que le trae ganas de verlo sufrir. Cuando me diga quien es, que se ponga listo el condenado o condenada porque va a ver como somos las mujeres de mi familia. Nunca dejaré que me separen de mi marido, mamá. Ya ve usted lo que me costó amarrarlo, pus ora ni pendeja lo suelto.
Estás en los huecos de mi colchón
Estás en los recovecos de mis cobijas
y en las manchas de las sábanas
Estás en la pared como líneas de tu mano
Estás en cada pedazo de algodón que has dejado aquí
y en las partículas que respiro
Estás entre mis libros
Estás escondido entre mis filmes
y abundas en el cajón
Estás en los cabellos del piso
Estás en la basura
y en el espejo que miro
Estás en las huellas sobre el sofá
Estás en las migas de la mesa
y en los restos de café
Estás en el refrigerador como carne expectante
Estás en el aroma de la menta
y en la comida pegada a mis platos
Estás en mi coronilla
Estás en los moretones de mi cuello
y en los restos de semen que dejaste en mi vientre
Estás abajo, arriba, atrás y adelante
Estás de noche, de día, en el sol y en la luna
Estás en el aire, en el fuego, en el agua y en la tierra
Estás dentro y fuera, aquí y allá
Perpetuo, perpetuo, perpetuo.

Treinta minutos antes.

Faltan menos de treinta minutos
Sigo sin saber nada
Pensé en las totalidades
El mar, el desierto
No sirven
Pensé en la mañana de nubes en las coronas de las montañas
Y en el viento de un día de Noviembre
Tampoco son útiles
Deben a su inmensidad su carácter sublime
Tú no
Eres pequeño, mucho
Y todo lo que pueda decir ahora es basura

Otra vez, sólo tú
Vacío
Es lo más semejante, nada se convierte en todo
En tus brazos, no puedo hablar
No hay motivo
Nada excepto el ardor en mi pecho
Nada pero el olor que se quede
Cursi, todo suena cursi
Hace tiempo que dejó de preocuparme
Hartazgo para sentir la explosión de mil cosas que no entiendo
Que explote todo
Que explotemos y nos liberemos de los cuerpos
Amor, amor, amor
Sabiamente, un revólver en la sien
Sabiamente, una sobredosis y un fin juntos
Juntos hasta que seamos tierra y cielo
Tan lejos y tan cerca
Y seremos sustento de todo
De lo bueno y de lo malo que crecerá sobre ti y debajo de mi
Tú de nuevo
Un do perpetuo
Una bolsa en el viento
Una gota que cae del cielo
Inservible
Diminuto
Porque eres tan grande
Tan inmensurable
Nada
Que no necesite de tus palabras para escucharte
Ni de tus cicatrices para leerte
Que desaparezca todo
Otra vez
Sólo nosotros
Calor y luz
Tú y yo bailando.

El número uno.

Qué solo se ve ahí sin nadie cerca.
Sentado en esa banca, solitario.
Con la esperanza de que el bús pasará.
No habrá bús.
No habrá comida recién hecha al llegar a casa.
No habrá con quien dormir al llegar la noche.
No habrá un brazo flexionado que cree un espacio donde llorar.
Pobrecito ahí solo.
Ya camina por la calle vacía desesperanzado, con frío en la espalda y la barriga ardiendo.
Míralo al desgraciado.
Nadie verá los paisajes que ama.
Nadie escuchará cantar los pájaros al amanecer con él.
Que triste es el número uno.
En rojo se tornarán las gotas
Cuando el océano y el cíclope anuncien
El espacio odiado de las horas
En que un escarabajo el sol eclipse
Y las máquinas dejarán de funcionar
Y puedo asegurar
Que la lluvia se endurecerá
Hasta que vuelvas a caminar por el ombligo.
Tu boca azarosa es coladera
Responsable de mutilaciones
Cobarde y tramposa
Donde he caído yo
Donde he roto mis costillas y tobillos
Porque mis dedos tiemblan ante la resaca
Y cual alcohólico sólo un poco más de saliva ayuda
Mis pantalones he tirado lejos
Llenos de orines secos
Pues el miedo ya es terror y el terror se cierne en error.
En tus ojos veo olas de mar nublado.
En tu piel encuentro la humedad del pasto.
Eres día de lluvia, nube, bosque, cascada.
Eres agua caliente servida junto al hogar.
Debo romper tu pecho para que no exista barrera que me impida fundirme a ti.
Debo comerme tus labios, tus ojos, tu vida, para que no me vayas a dejar.
Debo cortarte la lengua y usarla cuando necesite consejo.
Debo amarte pues estoy incompleto.
¿Qué pasará si después de ti queda la muerte?
¿Qué pasará si acabo previo a donde estoy?
¿Qué si te descubro incapaz de ser héroe?
¿Qué si las canciones me regresan convertidas en dagas?
¿Qué si te causo dolor?
¿Qué si cada huella la intento borrar con culpabilidad?
¿Qué si eres pasado, presente y futuro?
¿Qué si eres arriba, abajo, izquierda y derecha?
Me lleno de cuerdas.
A través de mi boca pasan a mi esófago.
En mis ojos se vuelven cáncer. Cáncer que provoca ceguera.
Cada sonido silbante que pronuncian mis labios corta un poco de atadura interna.
Cada vez que lo hago es porque me obligas.
Cada arremetida de locura tuya inyecta ácido en esas fibras.
Poco a poco más libre.
Liberado no sé qué haré.
No tengo miedo.
No quiero pensar.
Quiero ser contigo.
Quiero ver hojas verdes, cielo azul y café en tus ojos.

De cómo Daniel se volvió vegetal.

La tarde de un viernes Daniel llegó a su casa con las tripas chillándole. Estaba mareado y con la piel hirviendo. Aunque el nivel de alcohol en su sangre era bajo sentía que perdía el suelo a cada instante. Su poca tolerancia a cualquier tipo de brebaje etílico lo había convertido en el borracho que todos querían llevar a su fiesta ora para grabarlo cuando baila sin ritmo, hablaba en francés o cantaba rancheras, ora para fotografiarse con él cuando roncaba con la lengua de fuera. El caso es que ebrio, pero inhibido, Daniel irrumpió en la cocina buscando algo que comer pero no encontró nada sobre la estufa. Buscó en el refrigerador algún traste que contuviera la comida del día en temperatura baja para no descomponerse. Buscó, después de no encontrar algo recién hecho, los restos de un guisado de los días anteriores pero tampoco encontró nada. Se sentó en el comedor intentando poner sus neuronas a buscar la manera de pedir gentilmente a mamá que le preparara la comida sin que ésta armara un escándalo por su estado alcohólico. A los diez minutos, y sin encontrar una manera amable con la cual pedir tan apremiante favor, se decidió y tambaleándose subió las escaleras rumbo a la habitación materna; su estómago estaba comiéndose a si mismo y si no ponía solución era probable que siguiera con el hígado y los pulmones. Gritó una oración sin sentido a todo volumen, pues la lengua chocaba con las encías y los dientes, antes de percatarse de que no había nadie en la recámara. Ahora se sentía más tonto por haberle gritado a una cama vacía. Pero, ¿dónde estaría mamá? Ella nunca salía de casa, menos hacía las cinco de la tarde cuando alguno de sus hijos no había todavía aparecido en casa para recibir unas ricas albóndigas en salsa de chipotle. Daniel se dio cuenta de que la casa estaba vacía, pero no encontraba explicación pues era día feriado y papá había jurado solemnemente que ese día ni un temblor lo sacaría de la cama. Una hora después, Daniel estaba sentado en la cocina frente a la estufa. Frente a él un caos de cascarones, salsa, huevos quemados, botes de mayonesa, mostaza, catsup, daba testimonio de sus ingenuos intentos por cocinar algo, como no logró preparar nada comestible siguió con las envasados pero quiso la suerte que absolutamente todos estaban vacíos. Pobre Daniel. Puso patas arriba la pequeña cocina sin encontrar pista de al menos un enlatado, cosa muy rara pues mamá siempre almacenaba una cantidad exagerada de estos alimentos por la fobia que tenía a las guerras nucleares, Daniel nunca conseguía explicarle que una bomba atómica no le dejaría nada de cuerpo siquiera para beber. Pasada otra hora Daniel tomó el teléfono, casi llama a la policía pero imaginó las risas de unos demoníacos judiciales al verlo incapaz de romper un blanquillo. Pensó en todos los números posibles pero ninguno le pareció el adecuado. Desde un principio, sólo uno le retumbaba dentro del cráneo. Así que descolgó y marcó el número de Constante. Vegetales.

Casi daban las diez de la noche cuando Daniel por fin llegó a la casa de Constante, en una colonia enorme con laberínticas callejuelas. Encontró la puerta abierta, así que pasó sin llamar a la puerta. Era una casa de dos piezas, muy larga, en forma de rectángulo, con almacenes de partes de auto robadas como vecinos. En la primera parte de la casa sólo se podía circular pegado a la pared, pues el resto de la gran habitación estaba llena con mesas convertidas en pequeños invernaderos donde crecían enormes verduras que hasta al más estricto vegetariano le harían perder el apetito; en el espacio debajo de las mesas se alcanzaba a ver esparcidas todas las variedades de cereal existente, pero cada semilla había sido cortada en múltiples pedazos y luego torpemente vuelta a unir con tosco silicón. Pasó Daniel al siguiente cuarto, encontró a Constante sentado en una silla pequeña, como las que usan los niños en el jardín de niños, frente a él estaban mas de esas verduras enormes pero estas tenían ojos, bocas y peluquines artificiales e incluso algunas tenían lápiz labial en los labios o bigotes sobre las boquitas. Constante leía a las verduras Alicia en el país de las maravillas. Cuando advirtió la presencia de Daniel hizo un gesto con las manos que pedía un momento, después continuó relatando como Alicia se encontraba en medio de un partido sin sentido con flamencos y erizos. Sólo se detuvo cuando el capítulo concluyó, entonces cerró el libro y les dio las buenas noches a las verduras con vestimenta. Saludó a Daniel, le dijo que la cena estaba lista, que esa noche se rompía la dieta diaria, que hoy se atragantarían con un caldo de camarones, pasta a la boloñesa, arrachera en salsa verde y coquitos en dulce de panela. Daniel no supo que decir y se dejó conducir hasta la mesa, donde Constante le puso una servilleta blanquísima en el cuello y un gran platón con camarones de un anaranjado intenso. Daniel dio un primer trago tímido, la comida estaba deliciosa, los camarones jugosos y el caldo picante; demasiado para contenerse, comenzó a comer tan rápidamente que era imposible masticar con suficiencia los mariscos. Constante se excusó diciendo que acaba de cenar pues se había desesperado con la tardanza de Daniel. Al caldo le siguió una pasta que le hizo alabar a Italia las pocas veces que la boca se le vaciaba. Con la arrachera tuvo más cuidado, pero dejó de utilizar los cubiertos y metió las manos para destazar la carne, la salsa le dejó la cara caliente y las mejillitas rojas. Por último, los coquitos dulces fueron la cereza del pastel. Cuando hubo terminado se dio cuenta de que sus ojos se ponían irremediablemente llorosos y, aunque en un principio trató de evitarlo, al poco rato lloraba a moco tendido mientras Constante le pasaba pañuelos. ¡Que lleno había quedado¡ le costaba moverse y no se imaginaba como podría volver a su casa con semejante barriga. Cuando pudo dejar de lloriquear, quiso levantarse de la mesa y lo hizo de golpe, pero de golpe cayó al suelo, tanto había subido de peso que sus piernas no podían mantenerlo de pie. Pero Constante estaba preparado para todo y fue a por una vieja silla de ruedas. En silla de ruedas Daniel fue llevado hasta el fondo de la habitación-cocina-sala de lectura, y fue acostado con poco cuidado sobre un colchón usado puesto sobre el suelo; sobre el colchón abundaban cojines con estampas de animales estilizados, como si de una cuna se tratara. Constante lo cubrió con una gruesa manta color café, le dio las buenas noches y se acostó en la cama que se encontraba al lado del colchón-cuna. Esa noche Daniel soñó con enormes pescados de grandes dientes a punto de devorarlo mientras el flotaba sobre un mar embravecido y sin tierra a la vista; con sanguinarias reses que lo perseguían con intenciones de clavarle las astas en el cuerpo; con manadas de pollos que lo picoteaban y él no podía huir de ninguna de las situaciones pues su estómago estaba más lleno que nunca. Al despertar la pesadez no lo acosaba más, se sentía ligero como un globo y como éste, carente de extremidades. Asustado, movió la cabeza buscando sus manos, que seguían en su lugar. ¿Qué demonios le estaba pasando? ¿Por qué no podía mover más que la cabeza? Y además, ¿por qué tenía un extraño brillo en la piel, como si se hubiera metido en aceite? Desde la cocina le llega el sonido de Constante cocinando y el olor de la comida. Otra vez tenía hambre y mucha.

jueves, 7 de mayo de 2009

Por si no te vuelvo a ver.

Por si no te vuelvo a ver.

Estaba a unos cuantos metros de mí. Tenía unos ojos verdes. En realidad cafés claros, pero en mi memoria serán verde tabaco. Verdes como la albaca. De verdad estaba ahí para mí. Y yo para él. Sentí a Dios tan cerca, no porque él me lo recordará, sino porque supe que era de los pocos momentos en que la providencia te revela un poco de sus planes, pero al ser tan complejos y perfectos estos, te abrumas y pierdes la lucidez. Así que capté nuestro destino solo por una fracción de segundo. Al instante siguiente, la providencia dejó que sucediera según mi libre albedrío. Mi espíritu inexperto y cobarde no se atrevió a acercarse, aunque sabía que el alma de él estaba increíblemente receptiva. Él también había obtenido la revelación de una pequeña fracción de la verdad. Pasaron los minutos y mi alma se estrujaba en el estacionamiento infinitamente doloroso de la duda. La suya comenzó a volver a cubrirse, pues no recibía lo que creía inevitable. Alguien vino por él, un alma hermana a la de él, que no gemela. Lo seguí con la mirada, sufriendo el martirio vicioso del arrepentimiento. Él buscó alguna otra alma solitaria para olvidar la soledad propia, aunque solo durara una noche. Mi arrepentimiento se agudizaba con el ardor en el estomago que causan los celos. Ay de mí, llorona. Pero con ninguno de los que probó sintió la explosión divina que los cielos le habían hecho experimentar conmigo. Así que los fue botando. Una pequeña de fuga de agua empezaba a pagar las llamas que castigaban mis entrañas. La cerveza posee un color horrible y un sabor mucho peor. Él iba y venía de un lado a otro y yo no lo perdía de vista, pero de pronto el acecho visual terminó. Y perdí la esperanza que fue sustituida con una bien recibida resignación. La resignación sin embargo puede ser incluso mas dañina, pues te hace abandonar siendo que a veces aún es mucho lo que se puede hacer. Y así de la nada, él estaba allí sentado por el pasillo, con un cigarro en la mano y la otra apoyada en el asiento. Él me sonrió, yo respondí. Fuimos por unos minutos Chale y Güey. Después Luis y Alain. Tenía veinticinco años. Leía filosofía, pero nunca historia. Un contador filósofo. Un capitalista ilustrado. O’Gorman, según él, era un conservador colonialista, además forzaba mucho sus teorías. Los cigarros mentolados causan esterilidad y los chicos de veinte son unos nenes. El se decidió a vivir su vida a esa edad, nunca supo lo que había yo ya vivido, ni lo que todavía me faltaba por vivir. Hacía frío allá afuera. Fuimos adentro. Una caguama. Un sillón de piel, al menos imitación. Su nariz. Una nariz torcida donde podría escalar de por vida. Sus labios se pegaron a los míos. Él comenzó. Me declaro inocente. Sus manos eran muy rápidas, como muchas que conocí. Dudas de nuevo, vencidas por la ilusión. Soy un nervioso friolento y él un clima no artificial. ¿Yo? Muy lejos. Él, metro Villa de Cortés. Lejos es igual a Estadio Azteca. Que me fuera con él. Pero yo necesitaba razones. Quería oír una mentira dulce. Él respondió con una verdad simple: “Por qué te vi desde hace tiempo adentro y te he vuelto a encontrar afuera, no puede ser coincidencia”. Dije sí. Vi muchos caminos distintos, dejé llevarme por él, si Dios lo aprobaba sucedería. Las bolsas tejidas son una bandera enorme que señalan que la facultad a la que se pertenece es Filosofía y Letras. Los pantalones Levi’s, y las sudaderas Zara indican un buen puesto laboral. Sus manos. Sus dedos. Sus hombros. Todo aferrado a mí. Él es mío. Había que mostrarlo. Yo estaba orgulloso, él también. Un taxi. Tlalpan. Un hotel. África en el valle de México. La capital de Zambia es Harare. Quizá es la de Zimbabue. Que más da. Las rayas verdes en su torso. Y sus palabras. Su voz. Sus mentiras. Tan verdaderas. Abandonó la medicina cuando comenzaron las prácticas quirúrgicas. Los números en monedas y billetes quedaron como solución. Yo tampoco soporto la sangre. El estómago pierde su centro de gravedad en los puentes vehiculares. Ambos estómagos. Nunca sabré porque tanto despilfarro. Oaxaca, la cantera, El Tule, el tejate, el mercado, los mochos y el ambiente. Saltamontes en la plática y en las tripas. Condones. Un cuarto con dos camas. Un elevador y a la habitación 101. En el elevador el tiempo se detuvo, alrededor continuó pero, esos 3x1.5x1.5m conocieron la atemporalidad. Hasta el final del pasillo. Dos camas matrimoniales, una pantalla plana, un escritorio, un tocador, un baño, una regadera. La cama más cercana a la ventana estaba dispuesta desde tiempos inmemoriales, pues siempre he soñado despertar de una así. El niño más guapo soy yo. El niño más guapo se llama Alain. Sus labios, su cuello, sus manos, sus brazos. Todos otra vez. Calor que provoca vapor en todos los poros. Respiración que no sabe como sostenerse. Y la garganta que reconoce que se encuentra más cerca de su creador y responde con sonidos guturales, pues de esa forma Dios se comunicaba con nosotros en el principio de los tiempos. Antes de la torre de Babel. Demasiado calor. La ducha. Él y yo. Agua. Mis ojos se secaron, pues mi cuerpo estaba empapado. La burbuja interior de los dos estaba rota desde hace rato, la física se rompió aquí. Todo. Pedí sin palabras que dejara huella, ojalá hubiera pedido mas. Perfume de vainilla. Simbiosis. No hay necesidad de un plan de complementación humana. Todo en un instante. Demasiado bueno para ser duradero. Huellas solicitadas. Pero nunca anticipé lo que quedaba de mí en él, ni lo que me robé de su alma. Intercambio estelar. Estrellas en mi piel. Él. Cada centímetro intercambiaba energía. Hasta el cansancio. Sueño. Tan parecido a la muerte. Una muerte deseada, pues evita la desilusión y la melancolía postcoital. Sus pies. Sus manos. Armando Manzanero y Angélica María. Perla Blanca y Armando Moreno. Mis nervios. Mis complejos. Sus padres eran conservadores y no querían saber nada sobre los amoríos de su hijo menor. Tlaxiaco, agua de mugre, el 20 de Noviembre. Él mestizo y yo zapoteco. Aunque no te la creas. Háblame más de ti. Fiestas fresas. Cervezas baratas. Buena música. Los planes del día. La Besada. Dime dónde encontrarte. Su sonrisa. Tómate esta botella conmigo. En el último trago nos vamos. Otra vez a dormir con extraños. La ropa regresa. Todo en orden. Se abandona la habitación, es medio día. Las escaleras es donde se dice adiós. Y yo nada. No dije nada. No reaccioné ante lo evidente. En la calle fuimos dos desconocidos. Adiós. Por fin hablo: Bésame una vez mas. Por si no te vuelvo a ver.

La Niña

Creo que quedará así; no se me ocurre nada más.

La Niña.

Beatriz tenía sueño. Estaba harta, disimuladamente ebria. Se negaba a dormir sobre las mantas que se le ofrecían. No fue cortés. No disimuló su desprecio. La cama que la esperaba en su propia casa no era muy distinta a este cálido montón de telas esparcido en el suelo. Pero el papel que había adoptado, desde el principio de ese día, no podía ser modificado ahora, a riesgo de una representación inverosímil. En los últimos meses, el uso de máscaras, sobretodo la faceta que hoy lucía, había tomado un carácter prácticamente cotidiano. Su casa misma tampoco era muy distinta a la en que se encontraba. Pero no. La niña no dormiría en esas condiciones. En realidad, además del miedo que le causaba el ser descubierta en plena actuación, temía el momento en que las luces se apagaran, todos callaran y el silencio le permitiera escuchar los engranes de su cabeza. En casa los oiría de cualquier modo pero en la intimidad tenía permitido desmoronarse. Así que puso en claro que no dormiría allí. Exigió ser llevada a su casa.
Lo de hoy, estrictamente ayer, considerando la hora, había comenzado por la tarde con el pretexto de un cumpleaños. La mejor amiga de Beatriz, Isabel, era la celebrada y anfitriona. Así la vivienda de esta se llenó de adolescentes cazadores de senos, muchachos sedientos de alcohol, señoritas de largas uñas y sonrisas blancas, jovencitas en busca de alguien inferior a quien humillar. Algunos llevaron regalos caros, inexpresivos. Otros de pacotilla. Sólo unos pocos poseían la carga emocional que sus dueños dejaban en claro habían motivado su elección. Todos se saludaron con grandes, empalagosos y húmedos besos de mejilla. Todos los invitados bebieron. Todos criticaron enérgicamente a la cumpleañera, sin que esta los escuchara obviamente, pero con la ineludible certeza de que los rumores le llegarían, con suerte, aumentados y expandidos con texturas ajenas a las que ellos habían otorgado al momento de la creación. Beatriz no había pasado desapercibida. Mas tarde su participación en la reunión sería puesta sobre la mesa, mordisqueada, triturada e ingerida hasta el hartazgo. Quizás hasta la indigestión. Pero ella dio de que hablar, se lo había ganado a pulso.
En un rincón poco visitado de la casa había sido descubierta semidesnuda y con la boca llena. Nada anormal si el miembro en su boca perteneciera a cualquier otro chico y no precisamente al del novio de la prima menor de su mejor amiga. Beatriz había sido seducida por el joven garañón desde meses antes, cuando la relación con María, la prima, era buena. Beatriz no había cedido por diplomacia, más cuando recibió información de las supuestas injurias que María expelía en su contra, la situación cambió. Esto tenía apenas unas semanas de acontecido y la información nunca fue corroborada, y no es que le interesara hacerlo. Así que ahora tenía pretexto para infligir daño hortero. De mostrar su dotes de perra vengativa, talento tan apreciado por sus amigas. Así que miró coquetamente a Alfredo, el novio, sonrió, repasó sus labios con la lengua delicadamente, tiró su bolso. Que bueno que él estaba cerca para recogerlo del suelo). Fue con él a por más cerveza, al caminar lo abrazó discretamente, juntó su cuerpo al de él hasta la incomodidad, le pidió que la acompañara al baño, maldito calor que había arruinado su maquillaje. Del baño al patio trasero no había mucha distancia, menos aún cuando no se ofrecía resistencia. Primero los besos, solo los labios, después las lenguas, a continuación saliva hasta en la nariz. Las manos iniciaban a reconocer el terreno, los pechos, las nalgas, los muslos. La venganza le proporcionaba un incentivo sexual increíble. De rodillas, sin dejar ser sujetada, tomaba el control. Un mordisco y su temporal aliado desaparecería. Otra pareja buscaba un poco de privacidad, al menos aparente, en los rincones del gran patio. ¡Que escándalo! La recién llegada se volvía a la casa para dar cuenta de lo que acababa de ver, al mayor número de asistentes posible. Su chico la seguía molesto y con la libido truncada. Mientras, ella recibía de su víctima la esperada recompensa. Alfredo gemía, se retorcía, por unos pocos segundos caía a los pies de Beatriz sin cambiar de posición.
Cuando ambos retornaron a la fiesta, cada uno por su cuenta por supuesto, fueron recibidos por una variedad de rostros con las más diversas emociones. Los había congelados por la ira, como los de María y sus amigas, que fueron sorprendidas por el brutal ataque, aunque una vez recuperados se volvieron de ira; había rostros con sonrisas que vitoreaban o bien los pocos escrúpulos de Beatriz o bien la masculinidad abrasadora de Alfredo; algunos rostros mostraban desprecio por las actitudes inmaduras de ambos; mientras unas mas, no disimulaban felicidad, el conflicto originado era el plato fuerte del día y la comida estaba vivita y coleando, a punto de cocinarse mutuamente en los ácidos y fluidos de su coraje. El rostro de Isabel estaba en un punto muerto sin que tuviera que fingir; por un lado Beatriz, su compañera de batalla, cuantas carnicerías habían pasado juntas, ahora no podía poner cara de mosca muerta, nadie lo creería, ni ella misma; en la otra mano, María, no muy cercana pero familia al fin de cuentas; no veía escapatoria, debía fijar una posición ya, y cualquiera que fuera despertaría el tan temido cotilleo. El fragor del combate diminuyó en ese momento, pues el novio de Isabel entraba en ese momento junto a Santiago, hermano de ésta, con el pastel en alto y todos se redujeron en sus expresiones y pusieron caras con sonrisas y manos que aplaudían.
Santiago estaba harto de los invitados, de la fiesta, de su hermana y de Beatriz. Su reloj daba las cuatro de la madrugada. Por la casa aún persistían un par de grupos de chicos ebrios que discutían sin sentido. Las habitaciones de la planta alta estaban llenas de chicas demasiado ebrias como para irse por su propia cuenta o como para llamar a alguien que fuera a por ellas; inclusive la planta baja estaba convertida en un campo de refugiados, indefensos por el alcohol. Su hermana iba de arriba abajo, como voluntaria del campo, repartiendo colchas para dormir sábanas y almohadas. Tenía sueño y la negativa de Beatriz a pasar allí lo poco que quedaba de noche se había convertido en un suplicio de ella e Isabel para ser llevada a su hogar. Beatriz quería irse e Isabel estaba harta del comportamiento de su mejor amiga. Pero Santiago no quería atravesar la ciudad a esa hora de la madrugada manejando cuando sabía que lo poco de alcohol que había consumido, lo dejó lo suficientemente mareado como para estamparse contra cualquier auto. Fue directo. En voz alta maldijo el momento en que se le otorgó el papel de chofer y se pensó en cumplir los caprichos de una niña imbécil y problemática. Beatriz escuchó, sólo en partes el griterío. Se propuso acabar con el orgullo de Santiago, aplastarlo. Se acerco a él, le pregunto dónde había quedado la novia, le pidió que le encendiera un cigarro y se inclinó cuidando dejar por unos segundos sus pechos columpiando. Comentó, así como por casualidad que sus padres no estaban en casa y que quizá pasaría la noche en una casa sola. Que santiago merecía algo mejor que esa Rosario con la que salía, pequeña interesada. Y Santiago relacionó todo como ella quería. Tomaría el auto, la llevaría a casa, ella lo invitaría a pasar y la desnudaría en el pasillo, tendrían sexo en el cuarto de sus padres y vería las estrellas desde el otro lado de la ciudad. ¡No! No esperaría tanto. Que fuera abajo. En el coche mientras el conducía por los cuatro carriles atestados de automóviles y con curvas cerradísimas. Saludaría cortésmente a los policías que encontraran en el camino, mientras los cabellos de Beatriz le hacían cosquillas en las piernas. Le tomaría unas cuantas fotos desde la perspectiva que tenía en el asiento del conductor. Lo mejor sería verla con la boca llena, el perfecto modo de callar a esa tonta. Pero la madre llegó en ese momento y ella no permitiría que su hijito atravesara la urbe solo y con esa chica tan antipática. Ella también iría. Al caño las fantasías de Santiago. Pero la madre, escandalizada ante lo que había encontrado al llegar a casa decidió también hacer pagar a la cumpleañera. No entendía como una niña tan bien educada como su hija organizaba orgías etílicas en las que se reunían los jóvenes que peor exhibían su falta de valores. Así que en el compacto de Santiago subió la madre con su prole alcoholizada y una Beatriz nauseabundamente parlante. Santiago conduciría, la madre de copiloto para vigilar la velocidad a la que conducirían, atrás Isabel para soportar lo insoportable. Una carretera malamente ampliada sube a la cordillera que divide a la ciudad en dos. Gobiernos populistas y corruptos. Curvas. Ebrios zigzagueando con la música alta. Las luces de la ciudad se apretaban en el pequeño valle y se apiñaban en las montañas. Hasta la niña Beatriz calló para concentrarse en la vista. Simplemente hermosa. Una buena postal antes de morir. La carretera comienza aquí a descender en el valle occidental. A la derecha una calle mal iluminada perpendicular a la carretera. Ahí debían desviarse. Al fondo de la calle. Una casa grande y a oscuras. Que se baje de una vez por todas. Besos de despedida. Besitos. Adioses con la mano y la promesa de que la familia llamaría a la niña cuando regresaran a casa. Buenas noches. Beatriz cerró la puerta y se arrojó al primer sofá que se puso en su camino. Cinco minutos después dormía. Nada que temer. Sueños dulces. Este encuentro social le debía conceder el Nobel Bélico. Mañana llamaría a Isabel y juntas pondrían los chismes como una montaña de nueces sin pelar. Afanosamente quitarían la cáscara, las partes no comestibles interiores, hasta dejar el corazón limpio, listo para ser devorado.
Santiago dio vuelta al compacto y regresó a la avenida. Una camioneta bajaba por el carril de alta velocidad, el más lejano al de incorporación. Un mal cálculo. Un conductor que parpadea. La camioneta golpeó al compacto justo en el medio y lo partió en dos.
Ebrio conductor asesina a una familia entera en aparatoso choque automovilístico. El accidente sucedió alrededor de las cuatro de la madrugada de este domingo en la pendiente occidental de la avenida Del Cerro. Un ebrio que conducía a exceso de velocidad se impactó contra un automóvil que se incorporaba a la circulación. Dentro del auto se encontraban Ana Barajas Meneses, de 51 años, y sus hijos Santiago Luna Barajas, de 20 años, e Isabel Luna Barajas de 18 años de edad. Todos ellos con dirección San Víctor 14, en la colonia Residencial Faldas del Cerro del Norte de esta ciudad capital. La familia venía de regresar a su domicilio a Beatriz Solar Núñez, cuando, según testigos fueron impactados por una camioneta tipo Suburban, la cual huyo del lugar de los hechos y por el momento se desconoce a los tripulantes de dicha unidad y su paradero. Los testigos aseguran que la camioneta iba a exceso de velocidad y continuamente zigzagueaba, por lo que se cree que el conductor se encontraba en estado de ebriedad. Al momento del impacto, el auto de la familia Luna Barajas se partió a la mitad y Santiago Luna Barajas salió disparado fuera del auto pues no portaba el cinturón de seguridad y feneció instantáneamente; Isabel Luna Barajas que se encontraba en el asiento posterior quedó prensada por la carrocería y perdió la vida antes de que los auxilios médicos hicieran su arribo; en cuanto a Ana Barajas Meneses, quien milagrosamente salvó la vida en el aparatoso accidente, fue transportada inconciente y en estado crítico al hospital regional donde falleció a las pocas horas de ser ingresada. Según los vecinos que acudieron a auxiliar a la familia Luna Barajas, Ana Barajas Meneses preguntó por el estado vital de sus hijos antes de perder el conocimiento. La señora Ana Barajas Meneses es viuda y sin familiares cercanos, por lo que amigos de la familia han preparado los cristianos funerales.