martes, 1 de diciembre de 2009

De cómo Daniel se volvió vegetal.

La tarde de un viernes Daniel llegó a su casa con las tripas chillándole. Estaba mareado y con la piel hirviendo. Aunque el nivel de alcohol en su sangre era bajo sentía que perdía el suelo a cada instante. Su poca tolerancia a cualquier tipo de brebaje etílico lo había convertido en el borracho que todos querían llevar a su fiesta ora para grabarlo cuando baila sin ritmo, hablaba en francés o cantaba rancheras, ora para fotografiarse con él cuando roncaba con la lengua de fuera. El caso es que ebrio, pero inhibido, Daniel irrumpió en la cocina buscando algo que comer pero no encontró nada sobre la estufa. Buscó en el refrigerador algún traste que contuviera la comida del día en temperatura baja para no descomponerse. Buscó, después de no encontrar algo recién hecho, los restos de un guisado de los días anteriores pero tampoco encontró nada. Se sentó en el comedor intentando poner sus neuronas a buscar la manera de pedir gentilmente a mamá que le preparara la comida sin que ésta armara un escándalo por su estado alcohólico. A los diez minutos, y sin encontrar una manera amable con la cual pedir tan apremiante favor, se decidió y tambaleándose subió las escaleras rumbo a la habitación materna; su estómago estaba comiéndose a si mismo y si no ponía solución era probable que siguiera con el hígado y los pulmones. Gritó una oración sin sentido a todo volumen, pues la lengua chocaba con las encías y los dientes, antes de percatarse de que no había nadie en la recámara. Ahora se sentía más tonto por haberle gritado a una cama vacía. Pero, ¿dónde estaría mamá? Ella nunca salía de casa, menos hacía las cinco de la tarde cuando alguno de sus hijos no había todavía aparecido en casa para recibir unas ricas albóndigas en salsa de chipotle. Daniel se dio cuenta de que la casa estaba vacía, pero no encontraba explicación pues era día feriado y papá había jurado solemnemente que ese día ni un temblor lo sacaría de la cama. Una hora después, Daniel estaba sentado en la cocina frente a la estufa. Frente a él un caos de cascarones, salsa, huevos quemados, botes de mayonesa, mostaza, catsup, daba testimonio de sus ingenuos intentos por cocinar algo, como no logró preparar nada comestible siguió con las envasados pero quiso la suerte que absolutamente todos estaban vacíos. Pobre Daniel. Puso patas arriba la pequeña cocina sin encontrar pista de al menos un enlatado, cosa muy rara pues mamá siempre almacenaba una cantidad exagerada de estos alimentos por la fobia que tenía a las guerras nucleares, Daniel nunca conseguía explicarle que una bomba atómica no le dejaría nada de cuerpo siquiera para beber. Pasada otra hora Daniel tomó el teléfono, casi llama a la policía pero imaginó las risas de unos demoníacos judiciales al verlo incapaz de romper un blanquillo. Pensó en todos los números posibles pero ninguno le pareció el adecuado. Desde un principio, sólo uno le retumbaba dentro del cráneo. Así que descolgó y marcó el número de Constante. Vegetales.

Casi daban las diez de la noche cuando Daniel por fin llegó a la casa de Constante, en una colonia enorme con laberínticas callejuelas. Encontró la puerta abierta, así que pasó sin llamar a la puerta. Era una casa de dos piezas, muy larga, en forma de rectángulo, con almacenes de partes de auto robadas como vecinos. En la primera parte de la casa sólo se podía circular pegado a la pared, pues el resto de la gran habitación estaba llena con mesas convertidas en pequeños invernaderos donde crecían enormes verduras que hasta al más estricto vegetariano le harían perder el apetito; en el espacio debajo de las mesas se alcanzaba a ver esparcidas todas las variedades de cereal existente, pero cada semilla había sido cortada en múltiples pedazos y luego torpemente vuelta a unir con tosco silicón. Pasó Daniel al siguiente cuarto, encontró a Constante sentado en una silla pequeña, como las que usan los niños en el jardín de niños, frente a él estaban mas de esas verduras enormes pero estas tenían ojos, bocas y peluquines artificiales e incluso algunas tenían lápiz labial en los labios o bigotes sobre las boquitas. Constante leía a las verduras Alicia en el país de las maravillas. Cuando advirtió la presencia de Daniel hizo un gesto con las manos que pedía un momento, después continuó relatando como Alicia se encontraba en medio de un partido sin sentido con flamencos y erizos. Sólo se detuvo cuando el capítulo concluyó, entonces cerró el libro y les dio las buenas noches a las verduras con vestimenta. Saludó a Daniel, le dijo que la cena estaba lista, que esa noche se rompía la dieta diaria, que hoy se atragantarían con un caldo de camarones, pasta a la boloñesa, arrachera en salsa verde y coquitos en dulce de panela. Daniel no supo que decir y se dejó conducir hasta la mesa, donde Constante le puso una servilleta blanquísima en el cuello y un gran platón con camarones de un anaranjado intenso. Daniel dio un primer trago tímido, la comida estaba deliciosa, los camarones jugosos y el caldo picante; demasiado para contenerse, comenzó a comer tan rápidamente que era imposible masticar con suficiencia los mariscos. Constante se excusó diciendo que acaba de cenar pues se había desesperado con la tardanza de Daniel. Al caldo le siguió una pasta que le hizo alabar a Italia las pocas veces que la boca se le vaciaba. Con la arrachera tuvo más cuidado, pero dejó de utilizar los cubiertos y metió las manos para destazar la carne, la salsa le dejó la cara caliente y las mejillitas rojas. Por último, los coquitos dulces fueron la cereza del pastel. Cuando hubo terminado se dio cuenta de que sus ojos se ponían irremediablemente llorosos y, aunque en un principio trató de evitarlo, al poco rato lloraba a moco tendido mientras Constante le pasaba pañuelos. ¡Que lleno había quedado¡ le costaba moverse y no se imaginaba como podría volver a su casa con semejante barriga. Cuando pudo dejar de lloriquear, quiso levantarse de la mesa y lo hizo de golpe, pero de golpe cayó al suelo, tanto había subido de peso que sus piernas no podían mantenerlo de pie. Pero Constante estaba preparado para todo y fue a por una vieja silla de ruedas. En silla de ruedas Daniel fue llevado hasta el fondo de la habitación-cocina-sala de lectura, y fue acostado con poco cuidado sobre un colchón usado puesto sobre el suelo; sobre el colchón abundaban cojines con estampas de animales estilizados, como si de una cuna se tratara. Constante lo cubrió con una gruesa manta color café, le dio las buenas noches y se acostó en la cama que se encontraba al lado del colchón-cuna. Esa noche Daniel soñó con enormes pescados de grandes dientes a punto de devorarlo mientras el flotaba sobre un mar embravecido y sin tierra a la vista; con sanguinarias reses que lo perseguían con intenciones de clavarle las astas en el cuerpo; con manadas de pollos que lo picoteaban y él no podía huir de ninguna de las situaciones pues su estómago estaba más lleno que nunca. Al despertar la pesadez no lo acosaba más, se sentía ligero como un globo y como éste, carente de extremidades. Asustado, movió la cabeza buscando sus manos, que seguían en su lugar. ¿Qué demonios le estaba pasando? ¿Por qué no podía mover más que la cabeza? Y además, ¿por qué tenía un extraño brillo en la piel, como si se hubiera metido en aceite? Desde la cocina le llega el sonido de Constante cocinando y el olor de la comida. Otra vez tenía hambre y mucha.

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